domingo, 6 de julio de 2008

Violencia latente en la zona de Ayotitlán


Los potreros que los parvifundistas cultivaron hoy están en manos de sus vecinos. Foto: Tonatiuh Figueroa.

Agustín del Castillo - PÚBLICO

La tarde del 15 de enero de 1993, cuando doña María Dolores Vargas Elías y su esposo Pedro Cobián Roblada eran jaloneados por policías preventivos a punta de ametralladora R-15, acusados de ser “invasores de tierras”, la anciana recordó, bajando por las colinas agrestes de El Pedregal, los largos años de la infancia, a salto de mata entre revolucionarios y cristeros, huyendo de la sierra, velando hermanos muertos, viviendo en la costa o en Minatitlán y regresando al monte, para al fin poseer la tierra, reservada a quienes tienen el corazón manso (San Mateo, 5,4).

A partir de 1930, habían pasado 60 años de casi quietud, si no fuera por las irrupciones cotidianas de gendarmes o guardias blancas que defendían la ley de los caciques y de los madereros.

Y llegaron hijos, nietos y bisnietos, y esta tierra en la región de Cuautitlán se pobló de montañas escarpadas y cielos luminosos. Pero ese día invernal de hace quince años, la vida volvería a cambiar completamente.

La mujer añosa relata que durmió en la lobreguez de la cárcel de Telcruz, y al día siguiente en Cuautitlán, junto con una docena de parientes, amenazados de no recibir cena y de ser sumergidos en un pozo de agua “hasta que firmáramos los papeles”. Algunos lo hicieron.




A todos los dejaron salir a la segunda jornada, bajo la advertencia de no regresar.Hoy vive de nuevo en el rancho, pero ninguno de sus hijos puede sembrar las tierras que araron los abuelos.
Doña María dice que El Pedregal fue adquirido a “precio de oro” en el año 1903 por su madre Sebastiana Elías Virgen, por Marcelino Zúñiga y otros socios, que le pagaron religiosamente a Camilo Mateo Jacobo, comisariado de la comunidad de Ayotitlán.

La violencia latente no impide que entre el común de los habitantes de la sierra, las actividades productivas se mantengan.


Siempre fue una pequeña propiedad colectiva, de unas tres mil hectáreas. Hasta que los caciques forestales y los cenecistas intentaron dividir a la larga prole de Sebastiana.
Guadalupe Michel, el famoso Cazango, repartió algunos pesos para quedarse con sus pinares y encineras, y generó la discordia. Caínes y abeles brotaron cuando la comunidad indígena nahua, revertida a ejido, se quiso aposentar de estos solares, treinta años después de la resolución presidencial (1963), jamás ejecutada completamente y que nunca menciona entre los bienes de Ayotitlán las laderas de El Pedregal.
Unos se alinearon con el ejido, otros se negaron a perder sus terrenos.Entonces se dio el desalojo.
En 1995, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en su recomendación 122/95, pidió a la Secretaría de la Reforma Agraria “gire instrucciones a efecto de que se resuelva de manera definitiva la situación jurídica del rancho El Pedregal […] particularmente mediante el seguimiento del acuerdo tomado entre las autoridades ejidales de Ayotitlán y los pobladores del mencionado rancho, a efecto de dar solución a la controversia derivada de la indefinición jurídica que sufre El Pedregal”.
Al gobernador de Jalisco, “que instruya al procurador general de justicia del estado para que se inicien las averiguaciones previas tendientes a esclarecer […] diversos delitos que manifestaron los pobladores del rancho El Pedregal que fueron cometidos en su agravio…”.
Doña María Dolores relata su historia ante la mirada atenta de sus hijos.
Ninguna de las dos recomendaciones se ha cumplido. Doña María tiene 98 años. Y aunque todavía pelea, su lucidez le hace atisbar más amarguras.
Los hijos de la diáspora
Doña María no pudo nacer en El Pedregal en 1910. Sus padres habían debido huir de la marea revolucionaria, que significó casi puro sufrimiento para los habitantes del campo. Fue alumbrada en la seguridad de una finca de El Mamey (Minatitlán).
“Por estos cerros andaba una gavilla, por todos lados, y a los que estaban más acomodados los agarraban y los ahorcaban, les quitaban el dinero, creo que eran carrancistas”.
Conforme se apaciguó el ambiente, regresaron a los potreros adquiridos a los nahuas, pero a mediados de los años 20, mientras la clase revolucionaria se afianzaba en el poder de la república y se acentuaba la violencia por el tema religioso, regresaron las balas a la sierra y los pacíficos debieron salir de nuevo.
“Cuando lo de los cristeros, ellos mataron a un hermano que teníamos, entonces nos fuimos de aquí; teníamos ganado y caballos en el cerro pero los largamos”, refiere la anciana, de cuerpo menudito y de voz temblorosa pero mirada clara.Al firmarse los acuerdos iglesia católica-Estado, de 1929, retornaron los campesinos a sus heredades .
“Yo ya vine aquí otra vez ya grande, teníamos unas vaquitas y aquí las cuidaba”.A sus hijos Jesús, Ángel y Cresencio, y tres más, les tocaron muchos años relativamente tranquilos. Ayotitlán fue dotado como ejido en 1963 y ejecutado, de forma parcial, en 1964, pero “jamás nos notificaron o nos avisaron que hubiéramos sido afectados”, advierten.
El Pedregal hizo un juicio de prescripción ante el Juzgado de Primera Instancia del Partido Judicial de Autlán, para obtener escrituras públicas en el año de 1949. Los herederos del predio aseguran que en total existen nueve escrituras de fracciones de propiedad originales.
“En 1962 se hizo la escrituración de las excedencias en Autlán”. La superficie de la familia andaría así cerca de las tres mil hectáreas. Por eso, el 15 de enero de 1993, pasaron la sorpresa de sus vidas.
“Se nos volteó mucha gente, muchos de los primos hermanos del lado de mi papá se fueron con ellos, y nosotros peleamos del lado de mi mamá [María Dolores]. Nos cayeron con policías, un comandante que se llamaba Apolonio, y nos persiguieron y golpearon. A nuestros padres, ancianos, los jalaban del cuello para llevárselos, a mi hermano Ramón lo golpearon […] rompieron las alambradas, quemaron las milpas o las destruyeron con maquinaria; la casa de nuestros papás la saquearon”, señala Jesús Cobián. “Querían que se firmara la aceptación de que no éramos pequeños propietarios”, añade.
Ramón revela su experiencia: “Me llevaron amarrado a una casa de abajo y ahí ya me llevaron a Telcruz, me recibió la preventiva […] En Chancol se bajaron todos y nomás quedó el que me iba vigilando, y me dijo: ‘Mira, ellos me pagan tanto para que yo te golpie [sic], pero no va a ser así’ […] En mi mochila me echaron una bolsa de mariguana, me dijo ese policía: ‘Mira, yo soy tu amigo, nomás fíjate lo que llevas aquí, te la pusieron para que allá con la investigación con esto te quieren chingar’, y pues sí, pero él me ayudó”.
No regresaron pronto.
Doña María se la pasó un año en casa de su hermana, en Minatitlán. Los hijos salieron a Colima, a Ciudad Guzmán e incluso migraron a Estados Unidos.
Ángel se reinstaló, sólo para comprobar la intolerancia extrema que se había apoderado del ánimo de sus vecinos, casi todos parientes.Por ejemplo, en el terremoto de 1995, que destruyó la finca de su madre, nunca recibieron apoyo gubernamental, pues fueron borrados de las listas oficiales.
Los hijos eran acosados en las escuelas. Los padrones del Procampo también los hicieron a un lado, y ahora solamente pueden trabajar parcelas rentadas, “como si no fuéramos los dueños de todo esto”, señala con tristeza.
Así consigna los hechos la recomendación 122/95: “…en la práctica se ven perturbados en sus actividades agropecuarias y en su propia integridad física y patrimonial por los ejidatarios de Ayotitlán, quienes alegan que el rancho referido forma parte de la dotación ejidal con la que fueron favorecidos, habiendo constancias en las que se manifiesta que el comisariado de Ayotitlán se compromete a estudiar el problema que se comenta y en su momento convenir con los pobladores del rancho sobre la solución a la controversia derivada de la indefinición jurídica que sufre…”.
Pero un escrito de 1997 al gobernador Alberto Cárdenas Jiménez revela que esa intención no pasó de la buena voluntad: “Las autoridades municipales, estatales y federales, a la fecha, desde 1991 que reportamos la invasión ilegal a nuestra propiedad privada, dichas autoridades no han hecho nada por solucionar nuestro problema, aclaramos que ha intervenido la Procuraduría Agraria con oficinas en Autlán de la Grana Jal, nos ponen citas cada quince días más o menos, pero como no se presentan los comisariados ejidales, nunca se ha llegado a un acuerdo que nos favorezca, suponemos que hay acuerdos económicos privados, que son sobornados como lla [sic] ha venido siendo costumbre”.
Hoy, los Cobián Vargas y sus parientes aliados han abierto un juicio agrario en el tribunal competente, enclavado en Colima, cansados de esperar a que las autoridades legales y las de facto les reconozcan algo de su antiguo derecho.
Desasosiego centenario
El rancho El Pedregal cumple 105 años de fundación. María Dolores Vargas Elías, nacida en 1910, entre los rumores de los máuseres y las matanzas cruentas de los años revolucionarios y cristeros, parece despedirse de la tierra prometida —entre montañas escarpadas y cielos memorables— recordando discordias y desasosiegos, hermanos muertos e hijos perseguidos, caínes y abeles, judas y centuriones, y bienaventuranzas aplastadas, como si fuera la guardiana de una paz imposible.

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